Navegando en aguas tranquilas en la compañía de mi
Espíritu, viajaba yo en un viejo bote, dejando que la espesa niebla tocara mi
rostro.
No sentía frío, calor ni miedo, no tenía un destino
de llegada en particular, lo único que
hacía era observar con atención y disfrutar aquella singular sensación de paz y
certeza.
En medio de las aguas, llegué a una puerta
antecedida por un camino seco, donde había unas piedras que guiaban los pasos hacia
su oscuro interior.
Ese resultó ser el último camino de un nivel que
dio paso a una etapa superior y esa era la entrada del templo donde me encontré
con la Divinidad, con ese SER Luminoso, que irradia una energía
sanadora, transmutadora capaz de elevar y transformar la vibración de todo lo
que lo rodea, ese que trasciende a toda circunstancia porque ama
incondicionalmente, con el conocimiento de que el tiempo y el espacio son una
ilusión.
Al principio sentí miedo de acercarme porque me creía
indigna de su presencia…